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jueves, 11 de abril de 2013

Relato Zombie: Barbacoa en la playa Z



Irma insistió tanto que me fue imposible negarme. No me gustan demasiado las fiestas que monta, ni sus amigos chulitos, con las babas caidas ante cualquier teta que merodee a su alrededor. Son como viejos salidos, dan asco. Pero si consigo escaparme un rato, podría disfrutar de una gran luna llena sobre un mar negro de suaves compases. Quizás incluso me venga la inspiración para algún relato. Y vaya si me vino que aquí estoy escribiendo esta historia.
Estoy aterrorizada y mi escritura es temblorosa. En este estrecho cobertizo apenas se filtra la luz y no hay cojones de salir. Esas cosas deambulan por todos lados. Pero voy a dejar de divagar pues sólo tengo un par de hojas y un lápiz que encontré tirados por aquí.
Como decía, Irma me propuso una barbacoa en una playa recóndita de Roche, a apenas una hora de la capital de Cádiz, donde residimos. Me apetecía una noche relajada y pensaba escaparme unas horas a cualquier pedrusco apartado y ocultarme entre la fina arena y el oscuro cielo estrellado, lo menos que quería era música estridente, alcohol y sexo.
Quedamos para el siguiente fín de semana, a la caída de la tarde. Íbamos yo, Irma, su novio Alex y su hermano Fran, otro listillo sobón, pero inofensivo, bastaba con ignorarlo y además el alcohol le sentaría fatal, como siempre, y acabaría borracho perdido sin enterarse de nada.
En el coche, ya emprendido el viaje, desconecté de todos poniendo música en mi tablet, e incluso dormité un poco, cabeceando contra el vibrante cristal del asiento posterior al del conductor. Entre canciones oí algunas quejas pero pasé de todo y para cuando me dí cuenta ya estaba oscuro y habíamos llegado.
Al abrir la puerta del vehículo, una brisa cortante me espabiló. Pero resultaba agradable, al menos a corto plazo. Bajé y me puse la sudadera. Metí el iphone en la mochila, la dejé sobre mi asiento y me adelanté a la arena. Estaba algo fresca pero era suave y agradable al tacto. No había nadie más allí y estaba bastante oscuro. Una enorme luna y millares de estrellas titilaban en el cielo y en su gemela ondulante, fundiéndose ambas en un mismo color, con la diferencia de que las de abajo se mecían por el viento y parecían más vivas. Y el sonido era tan relajante. No me dio tiempo a disfrutar de mi soledad. Detrás de mí aparecieron Irma y Alex, dando gritos y bailando, con un mp4 que llevaba enchufados unos altavoces bastante potentes que aplastaban el apacible sonido del oleaje. Resignada, fui al coche a ayudar a transportar la comida y la barbacoa a la arena seca. Fran era solícito y revoloteaba a mí alrededor como un pavo real de cortejo, agotador. Al parecer le bastaba con mis monosílabos y sutiles esquivas. Tras varios viajes, todo estaba montado. Lo que no sabía es que dos parejas más habían sido invitadas y acababan de aparcar junto a nuestro coche.
Lo que me faltaba: la estúpida de Elena y su herman Alba, con sus respectivos. La cosa comenzaba a mejorar, pensé con sarcasmo. Esas dos se pasarían todo el tiempo con indirectas de lo más directas sobre mis rarezas de carácter y mi dilatada soltería. Miré a Irma indignada, y se limitó a encogerse de hombros, sonreír con picardía y dar brincos mientras subía al camino a recibir a los sorpresivos invitados, sorpresivos sólo para mí, claro estaba.
Alex y Fran encendían la barbacoa, no sin alguna que otra discusión. Irma seguía riéndose como una hiena, agasajando a los nuevos invitados como si fuera la anfitriona de la mejor celebración del año.
Voy a la orilla, grité, segura de que el pesado de Fran acudiría en un rato a incordiar, a intentar meter mano sin éxtito, pobre. De todos modos, mejor un pesado predecible y manejable que un grupo de memos insufribles.
Caminé hasta la orilla y luego un rato en paralelo, jugueteando con las pequeñas olas que rompían contras mis tobillos, ya sin energías. El mecer del agua fría y el rítmico siseo eran tan agradables… escuchaba ahora a los chicos charlando, con la música más alta. Habían sacado las botellas y las colocaron sobre la mesa plegable, y a sus pies estaba la nevera con el hielo. Ya se estaban despachando cubatas.
Un poco más allá la playa se estrechaba, y las rocas de lo que parecía una alta ladera, carcomida por la humedad y el rocío, ocultaban el resto del camino. Además, había piedras grandes en medio que dificultaban el paso, pero aún así había hueco. Allí tendría más intimidad, y había menos luz. Pasé las piedras y procuré no resbalar con algas y sedimentos. Al otro lado la playa volvía a ensancharse y se perdía tras el recodo que creaba la ladera.
En una de las rocas bajas encontré un saliente donde sentarme. Era algo rugoso, pero para un rato bastaba. Me apretujé dentro de la sudadera, allí combatía más el viento, y el agua me bañaba los pies con espuma blanca. Observaba su ir y venir cuando ví una gran alga, algo brillante, que sobresalía a unos metros de la orilla, meciéndose cada vez más cerca. Y no era una, eran varias. Flotaban como a la deriva pero no era cierto. Iban acercándose poco a poco a la orilla. Era raro. Si analizabas bien el movimiento notabas que se movían a contracorriente, en una sola dirección, la mía.
Me levanté y entré un poco en el agua para ver mejor. No eran algas, las algas tienen como hojas más parecidas a los flecos de la fregona. Era pelos. Sí, pelos. De hecho… Dios mío. A cierta altura comenzaron a sobresalir sobre el nivel del mar, y los pelos se pegaron, chorreantes, a una cabeza que emergía. Y no una, ahora veía decenas de cabezas sobresaliendo del agua. De inmediato reculé todo lo que pude hasta que el líquido apenas si lamía los dedos de mis pies.
Estaba aterrorizada. ¿Cuánto tiempo llevaban sumergidos? No podían estar vivos. Eran muertos. Y si el tiempo que permanecieran bajo agua no era suficiente prueba, el aspecto del más cercano, que ya tenía hasta los hombros emergidos, era nauseabundo. Tenía verdín, sedimentos por todo el espacio visible como los que tienen algunas rocas y moluscos a causa de la humedad. Y le faltaba parte de la mandíbula. Diría que me miraba pero no veía si tenía ojos o las cuencas estaban vacías. Tanto me daba, me llené de pánico y corrí, esquivando rocas más mal que bien, y sorteando los montículos de arena como podía, en dirección a barbacoa.
Gritaba enloquecida pero la música tapaba todos mis bramidos. Y gesticulaba con las manos. Al alejarme del cúmulo de rocas ví que no me seguían, no había nadie detrás pero no aminoré. Vislumbré a Fran, solo, terminando de abanicar el fuego de la barbacoa para igualar el calor.
- Fran, ¿dónde están los demás? – Chille, ronca y sin aire. Me dolía el pecho y los dedos de los pies de tropezar con piedras y restos.
- Eva, ahora iba a ir a verte. ¿Te echo un cubata?- Me dice, Se vé que ya se ha bebido al menos un par de vasos. Está alegre, en su mundo.
- No, te digo que dónde están los otros. Tenemos que irnos ya, me oyes. Pero ya.- Miré en derredor. Las luces de los coches estaban apagadas.
- ¿Irnos? ¿Por qué? Si aún ni hemos comido nada. Ven al fuego, tonta. Espera que los demás vengan de bañarse, ¿ok?- Se me cortó la respiración al oír aquello. Estaban en el agua. No, no, no. Sin darle tiempo a que me agarrara por el hombro, salí disparada hasta la orilla sin dejar de lanzar miradas hacia las rocas de las que había huido, pero no veía nadie por allí. Estaba histérica y llorosa.
- Irma.- Gritaba, estridente, con las manos a modo de bocina. – Irma. Sal de ahí. Sal ya. Corred. Salid del agua.- Pero no me oían. Seguía sin ver a los muertos, pero dentro del agua no se veía nada, lo que era aún peor.
Ya en la orilla los ví. Irma estaba sobre los hombros de Alex y las hermanas sobre los de sus novios. Luchaban para tirarse, y reían. Y chapoteaban. A lo lejos ví un destello. Sí, se movían. Y había más.
- Por el amor de Dios, salid del agua. Salid.- Mis alaridos eran bestiales. Desde la orilla repetía que salieran. Y esas cosas se acercaban. Ahora veía decenas. Y se agrupaban a su alrededor.
- Irmaaaa. Por favor. Por favor. – Me dolía la garganta, no podía elevar la voz más.
- Venga, chica. Métete. Está buenísima.- Me coreaban todos. Al parecer sí me oían pero estaban en su juego y claro, la aburrida de Eva no les iba a cortar el rollo.
Yo seguía clavada en el sitio, sin dar crédito a lo que estaba pasando. Hablaba en susurros, tenía la garganta destrozada, y repetía de manera mecánica las mismas frases desesperadas.
Ya estaban sobre ellos. Al unísono, como respondiendo al sonido de una única orden, los más cercanos asomaron las cabezas. Irma gritó y chapoteó sin éxito, parecía haberse olvidado de cómo se nadaba. El más cercano se abalanzó sobre ella, con la boca de par en par, y mordió en la parte alta de la cabeza mientras la sumergía. Incluso diría, no veía bien, que su sangre estaba volviendo el tono del agua más brillante, más espesa.
Oscar, el novio de Alba, y Elena comenzaron a nadar hacia mí, pero con los nervios no avanzaban lo rápido que deberían. Guille estaba en shock, incapaz de moverse, y fue el siguiente en ser succionado, a ese ni lo ví venir.
Alba lloraba, sollozaba convulsa, y Alex se zambulló a buscar a Irma. No volvió a salir.
Yo ya no poseía fuerzas ni para susurrar. Tenía la garganta al rojo. Me tapaba la boca con las dos manos, incrédula. Ni noté que Fran decía barbaridades justo a mi lado e insultaba a los cadáveres, sin saber lo que estaba ocurriendo.
Oscar y Elena aceleraron y ganaron terreno hasta llegar a aguas poco profundas, entonces siguieron su avance más rápido, corriendo. Elena iba más retrasada pero parecía que esas monstruosidades eran mucho más lentas. Aún así, mientras la mayoría de aquellos avanzaba hacia la orilla a su ritmo, exponiendo poco a poco más partes de su cuerpo, tres acorralaron a Alba, que temblaba como un papel en una ventisca. No sé movía, no podía. Escuché su último alarido, desde lo más profundo de su garganta, justo cuando uno se posicionaba tras ella y le tiraba del pelo hacia atrás hasta exponer su vulnerable cuello, otro le clavaba los dientes en él y el tercero tiraba de su brazo derecho con tal fuerza que sin duda su intención era arrancarlo.
Oscar alcanzó mi posición, la sobrepasó y, sin reparar en nosotros, siguió adelante playa arriba. Elena llegó luego, cayó de rodillas frente a mí y me abrazó por la cintura con fuerza, jadeante y espasmódica. Yo seguía inmóvil sin responder a ningún estímulo. Estaban muertos. Eran muertos, monstruos. Y además eran caníbales.
Algunos ya tenían casi todo el torso al aire, y los veía ahora con más claridad. No podía dejar de observarlos. Tenían costras, la piel rugosa y lacerada, con indicios de putrefacción, y algunos soportaban heridas descomunales, imposible que sobrevivieran con ellas. Incluso varios, ahora estaban más cerca, estaban mutilados, sin dedos o sin parte de un brazo, y uno en concreto tenía con un gran boquete entre las costillas de manera que se veían éstas y parte de los órganos que quedaban detrás.
Ya no pude más. Empujé a Elena. Estaban demasiado cerca. Y corrí, corrí hasta dejar atrás la barbacoa y la arena. Uno de los coches faltaba. De todos modos a saber dónde estaban las llaves, y yo no sabía conducir. Y encontré, tras mucho correr y tropezar, una especie de minicabaña o cobertizo.
Veo sombras entre las tablas de las paredes que dan al exterior, están ahí y son muchos. Dios mío, los oigo olfatear, gruñir. Diría que me acechan, me esperan. Y tienen todo el tiempo del mundo.

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